lunes, 8 de abril de 2013
Contra las patrias. (19)
Por supuesto que no cabe dudar de los derechos de tales lenguas a ser defendidas y prioritariamente promocionadas en sus respectivas áreas, de modo que se corrija el desequilibrio que privilegió durante demasiado tiempo al castellano en su detrimento. Pero en ocasiones cabe sospechar que el énfasis en su promoción es más político que cultural y que, en ciertos casos, se las defiende más por lo que tienen de obstrucción a la comunicación con el resto del Estado que por su carácter propiamente lingüístico, es decir, comunicacional. Toda lengua es esencialmente pacífica, humanizadora, y ésta es la parte de espíritu que hay realmente en ella: convertirla en arma es mutilarla de lo más propiamente libre y noble que encierra en su propósito. Tan miserable es el castellanista a ultranza que aconseja a los catalanes o vascoparlantes que aprendan inglés porque es más útil que su idioma propio -como si tal utilidad fuera el único propósito de la cultura y de la lengua-, como quienes ven en su lengua materna o adoptada una herramienta para separar a conciudadanos que por mil condicionamientos históricos tienen razones y derechos para estar juntos. Mi amigo Juan Aranzadi designó a este uso de las lenguas vernáculas con la denominación de "afirmación heráldica" en un encuentro habido en Gerona sobre qué es dejar de ser España, con tanto acierto por su parte como escándalo entre quienes no lograron o quiseron entenderle.
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