Jesús Royo en La Voz Libre
Es curioso que en las organizaciones más radicales del nacionalismo, cuando esperaríamos encontrar representantes genuinos de la 'nación oprimida', a menudo encontremos como militantes a los teóricos desertores del otro bando. Son, por ejemplo, los charnegos que se apuntan a Terra Lliure, o a los Maulets, o a otras movidas independentistas. Son también los maketos de Jarrai. Son chavales que se ven a sí mismos con un déficit de catalanidad –o de vasquidad– y lo compensan de una manera dramática, yendo al límite.
El activismo, o mejor aún, la violencia tiene la extraña virtud de redimir un fallo esencial, de llenar un vacío ontológico. Desde siempre la violencia ha sido como un sacramento que infunde carácter, que hace una renovación óntica del individuo. Por la violencia, el 'militar de fortuna' se vuelve aristócrata, el soldado indígena llega a ser héroe y es premiado con la plena ciudadanía por la metrópoli. Igual que los bárbaros en la época de los romanos, que adquirían la ciudadanía romana alistándose como soldados en las legiones.
El charnego reconvertido en almogávar, cuando comete una acción violenta -por ejemplo, quemar una bandera española-, quizá está haciendo una autopurificación: está quemando la parte de sí mismo que siente como una mancha, su origen impresentable. Los destrozos de los chicos de Jarrai tienen el aire trágico de una autopunición.
¿Cómo podríamos hacer entender a esos chavales que ser castellano en Cataluña no es ningún defecto, y que ser catalán no es ninguna gloria? Ni ser español, ni vasco, ni andaluz, ni moro. A nadie le sobra nada, ni tampoco le falta nada.
martes, 13 de diciembre de 2011
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