sábado, 1 de agosto de 2009

Celtadáneos


Sabino Méndez en La Razón.

En estas últimas columnas escritas desde Galicia hablábamos de lo ágil y rápidamente que se han desdicho los gallegos del proyecto nacionalista al comprobar sus resultados. Si la velocidad de enmienda es una característica de los proyectos modernos, podemos decir, a la vista de los hechos, que la modernización definitiva de Galicia avanza de una manera irreversible. Han hecho la prueba del nacionalismo y no les ha convencido. ¿Cuál es el efecto de ese fracaso en los propios nacionalistas? La sociedad les ha dicho que no contaba con ellos para ser gobernada y que no convence su parafernalia de banderas. España, a pesar de ello, no cambiará, básicamente porque ya sabemos que la interesada promoción de un malintencionado conflicto entre regiones es la forma moderna del caciquismo de antaño. Y sabemos también que siempre seguirá ahí, aunque sea en minoría, porque muchos nacionalistas regionales dependen de ese sueldo reivindicativo para llevar el pan a sus casas. ¿Cómo han reaccionado pues esos hiperpatriotas? Dado que, en el otoño de sus vidas y habiendo sufrido los habituales maltratos de la existencia, los humanos tienden a confundir los crepúsculos estrictamente personales con crepúsculos de la sociedad, uno se temía que empezaran a amenazar con futuros agoreros y generales abismos tal como hace el lendakari Iberrinche. Alguno lo ha intentado, pero, en general, al darse cuenta de su triste condición moral de reivindicador profesional, ha preferido renunciar. ¿Por qué? Pues porque en este momento del país, el conflicto general ya no se encuentra entre derechas e izquierdas, entre centralistas y regionalistas o entre PP y PSOE. En todas las instituciones la lucha interior está por fin en un lugar definitivo y claro: entre el sentido de la constructividad honesta y el de la esterilidad oportunista y gesticulante.

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